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Buena nueva misionera

DOMINGO IV DE CUARESMA 14 DE MARZO DEL 2010

El capítulo 15 del Evangelio de Lucas es el capítulo de los perdidos y de lo encontrados. Se perdió una oveja del rebaño del pastor, se perdió una moneda de la cartera de una mujer y se perdió un hijo huyendo de la casa del Padre. Tristeza en los tres casos por la pérdida de la oveja, de la moneda y del hijo. Alegría, gran alegría por el encuentro de la oveja, por el encuentro de la moneda y por el regreso del hijo a la casa del Padre.

Y para celebrarlo una fiesta. La del pastor: “reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ¡Dadme la enhorabuena! He encontrado la oveja que se me había perdido”. La de la mujer: “reúne a las amigas y vecinas para decirles: ¡Dadme la enhorabuena! He encontrado la moneda que se me había perdido”. Y la del padre: “sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traed el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y se le ha encontrado”.

¡Este es nuestro Dios! Frente a las condenas de los demás, frente al remordimiento y los reproches de nosotros mismos, en Dios siempre encontramos la misma actitud de comprensión y de perdón sin límites. Jesús ha venido a hablarnos de cómo ama Dios y cómo hemos de amar nosotros. Y lo ha hecho a través de hermosas parábolas. Esta del evangelio de hoy y mal conocida como la “parábola del hijo pródigo”, es la más hermosa de todas ellas. La conocemos desde pequeños y siempre la hemos escuchado con gusto. ¡Nos gusta saber cómo nos ama y nos perdona Dios!. Es la tragedia de un padre con sus hijos: con el menor porque huye del amor y con el mayor porque en su corazón hay odio.

Esta parábola no es una visión ingenua de la vida. Tiene referencia con toda nuestra vida. Es la descripción de una realidad que todos podemos constatar. Hombres y mujeres incapaces de acogerse y de convivir. Son historias de todos los tiempos, de todas las culturas, historias de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo, también de nuestras comunidades religiosas y cristianas. No hay razones para tantas divisiones absurdas, perniciosas, al menos no se saben explicar. Mucho  olvido, mucho desprecio, mucha acusación entre hermanos. Es la tragedia de una familia, de una sociedad, de una humanidad incapaz de entenderse, de respetarse, de pueblos que no se aceptan, de hermanos que no se toleran, en el fondo se rechazan, ¿por qué?.

Nos ha dicho Lucas que Jesús dirigía esta parábola, a “publicanos y pecadores”, hoy diríamos ¿quiénes son hoy los pecadores públicos, ¿los corruptos?, ¿los prevaricadores?, ¿los que ambicionan el poder?, ¿quiénes?. Los que tratamos de ser seguidores de Jesús hemos de aceptar estas palabras de Jesús con singular responsabilidad, ¿qué se espera de nosotros? y ¿de mi comunidad religiosa? Y ¿de nuestras comunidades cristianas?  ¿será verdad que vivimos como hermanos?.

El hijo menor, que ha pedido su herencia al padre y se ha marchado de la casa, comprueba, por su experiencia de vida, que no ha logrado las expectativas de libertad y de un mayor bienestar, que anhelaba. En un determinado momento este hombre recapacita y hace una especie de balance. Su vida es un fracaso. De día en día crece su humillación e indignidad. Honestamente trata de responder a una pregunta que le nace desde muy dentro: ¿qué estoy haciendo con mi vida? No se queda ahí. Su reflexión le lleva a dar pasos concretos para reorientar su vida de manera diferente. De hecho, toma una decisión nada fácil, pero que lo puede cambiar todo: «Volveré adonde está mi padre». Efectivamente, busca de nuevo a su padre, se encuentra con él y reconoce su pecado: «Padre, he pecado contra ti».

Es un error vivir como si Dios no existiera para nosotros. Prescindir de él no conduce a una vida más humana, más sabia, más noble o gratificante. Cada uno hemos de decidir. Podemos vivir hasta el final en la indiferencia, pero podemos también reflexionar, hacer un balance y reaccionar. La palabra decisiva que nos abre de nuevo el camino hacia Dios es ésta: «Padre, perdóname». Cuando alguien la dice de verdad desde el fondo de su corazón, es la señal más segura de que su relación con Dios ha cambiado radicalmente. Quien pide perdón a Dios no sólo cree que Dios existe, comienza a comunicarse con él. Y esto lo cambia todo.

La revelación de Jesús en la parábola es clara y terminante: Dios es un Padre bueno, y sólo participará con Él en la fiesta quien crea en su amor infinito de Padre y esté dispuesto a acoger, perdonar y tratar como hermano a cualquier persona. Jesús asegura que el Padre ha organizado una fiesta para todos. Pero participarán de ella  quienes estén dispuestos a recibir el abrazo del padre y sepan acoger, respetar, comprender y perdonar a sus hermanos.

Jesús nos dice que siempre es posible descubrir el amor, la generosidad del Padre y aceptar a los hermanos y perdonarlos como nos acepta y perdona el Padre.

Es lo que nos pide hoy en esta parábola.

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