Crónicas Misioneras

Cardenal Van Thuan- Fr. Dámaso Zuazúa

El cardenal François-Xavier Nguyen Van Thuan

 

                                                                            Dámaso Zuazua, ocd,

 

            El 16 de septiembre pasado se ha introducido en Roma la Causa de beatificación  del cardenal vietnamita François-Xavier Nguyen Van Thuan (1928-2002). Este proceso de santidad tendrá muchos seguidores y devotos. Son muchas las personas que se sienten fascinadas por el testimonio de fe que dio el purpurado oriental. No es para menos. En las biografías y escritos, incluyendo el volumen de sus ejercicios al Papa y a la curia romana, se han divulgado muchos detalles conmovedores de su vida de fe en una persecución encarnizada. De los trece años de prisión en las cárceles del Viet Kong nueve los pasó en régimen de total aislamiento. Pero incluso allí convertía a la fe cristiana a sus propios carceleros. A falta ce cáliz y debiendo hacerlo con extrema cautela, celebraba la misa en el cuenco de la mano con unas gotas de vino y unas migajas de pan. Vivió años de genuina catacumba moderna. Pero nadie le oyó ni maldecir ni despreciar a sus esbirros, que se ensañaron con especial crueldad, no condenaba ni siquiera el Comunismo; habló siempre bien de su patria vietnamita, traspiraba esperanza, que la comunicó incansable en conversación, por escrito y por palabra. El cardenal Van Thuan es una de las personas más positivas que he encontrado en mi vida. Su trato y su recuerdo han hecho un bien inconmensurable a mí y a otros.

            El dinámico director de La Obra Máxima me pide que escriba un artículo sobre mis recuerdos personales de este valiente mártir de la fe en vida. No pretendo tanto. Redacto sólo una nota.

            El 23 de septiembre del 2001 llegué al convento romano de La Scala. Encontramos el histórico protoconvento de la Congregación Italiana en plenos trabajos de adaptación para la nueva comunidad carmelitana que se asentaba allí con Carmelitas jóvenes que venían a Roma para estudios de especialización. Tuvimos que limpiar la iglesia de la suciedad acumulada en los cuatro meses que permaneció cerrada. Hasta pichones se habían introducido por un agujero de la cúpula.

            A los pocos días recibí una llamada telefónica. Mons. Gianpaolo Crepaldi, que se decía arzobispo secretario del Pontificio Consejo vaticano de Justicia y Paz (actual arzobispo de Trieste), me comunicaba que el cardenal Nguyen Van Thuan, presidente del mismo organismo romano, quería tomar posesión de su iglesia titular de Santa María de La Scala  el 14 de octubre próximo.

            A los dos días vino el cardenal en persona a visitar la iglesia en vistas a preparar la ceremonia. Recorrimos juntos este templo de excepcional belleza, que es la iglesia carmelitana de Santa María de la Scala en el barrio típico del Trastevere en Roma. Ante cada altar se detenía para referir algún recuerdo: la fiesta de Santa Teresita que celebraba en prisión, el recuerdo para las Carmelitas en el día de Santa Teresa de Jesús porque había sido obispo de Nhatrang, donde hay un monasterio carmelitano; me recordó que su hermana se llamaba Teresa y no sé si también su madre. El altar de la Asunción con el cuadro de Niccolò Circignani, “Pommerancio” (1517-1596), en sustitución de la tela “Il transito della Vergine” que Caravaggio lo pintó para este altar y ahora se exhibe en el museo de Louvre, le evocó la liberación carcelaria. En el altar de más valor, ante el cuadro de la degollación de San Juan Bautista por Gherardo delle Notti (Gerrit van Honthorst, 1590-1656), se puso a hablar de su prisión prolongada. Me sorprendió la serenidad de su descripción: sin acrimonia, sin acusaciones. En este primer encuentro todo fueron recuerdos espontáneos y alusiones a su pasado. Pero me sorprendió mucho que hablara sin rencor, como persona liberada que está por encima de las contingencias que podían haber sido una pesadilla de por vida.

            Llegó el día de su toma de posesión como cardenal diácono y titular de nuestra iglesia. Habíamos previsto que el superior general de la Orden, P. Camilo Maccise, le dirigiera las palabras de bienvenida. Pero los “ceremonieros” pontificios son estrictos. Mons. Viganò, el maestro de ceremonias de turno, me hizo saber que correspondía al rector de la iglesia ofrecer el crucifijo al cardenal para su veneración en la puerta de entrada y dirigirle las palabras de saludo. El P. Camilo reservó su intervención para el final de la misa. Yo di la bienvenida al hombre “fuerte en el sufrir”, le recordé que la iglesia era suya, puesto que el Papa le había asignado como su iglesia titular, ofrecí nuestra iglesia como centro de la colonia vietnamita en Roma. A esto asentía él con afirmaciones de cabeza y, sobre todo, correspondió complacido levantando la vista hacia mí entre las cejas y la montura de las gafas. Para sorpresa mía en un YouTube de la Postulación para su Causa de beatificación he visto en estos días escenas grabadas en aquella jornada.

            Para la misa se presentaron muchos sacerdotes y un “monseñorío” variopinto. Pero el cardenal quiso que concelebraran con él sólo los cuatro prelados vietnamitas que participaban entonces en el sínodo de los obispos, el superior general de la Orden y el infraescrito rector de la iglesia La Scala. El cardenal se revistió con los ornamentos que le había regalado en su reciente promoción a la púrpura el Papa Juan Pablo II. Hablando de su iglesia titular en la homilía, hizo el elogio de sus méritos artísticos. De hecho la iglesia de Nuestra Señora de La Scala es una de las más bellas de la Orden.  El coro de religiosas vietnamitas en Roma animó la celebración.

 Al final de la ceremonia la comunidad carmelitana ofreció un ágape para los asistentes. Allí se presentaron los sacerdotes y seminaristas del Vietnam en Roma y muchos fieles romanos, contentos y hasta emocionados –creo- de saludar a este gigante de la fe con aureola casi de leyenda. El cardenal respondió a cada saludo, se paseó de modo muy familiar y cercano entre la gente, cortó la tarta con sentido de humor. En el momento de despedirse me dijo: “Esta iglesia es mía, porque me la ha asignado el Santo Padre. Además, tú me lo has recordado. Vendré en más de una ocasión …”

De hecho, a pie desde el palacio de San Calisto y con su bastón en la mano, vino repetidas veces. Alguien nos avisaba que el cardenal estaba entrando en la iglesia, y corríamos los frailes a saludarle. Por iniciativa propia vino a presidir las celebraciones del triduo sacro. Después de la vigilia pascual nos entretuvimos hasta la noche muy entrada con la colonia vietnamita, que no cesaba de cantar un repertorio interminable en su lengua. Él conversaba sentado y respondía atento a todas las preguntas.

El día de San Francisco Javier, 3 de diciembre, fui a felicitarle por la fiesta de su onomástico. En esa ocasión me dijo: “De momento no lo digo a nadie, porque no me lo creerán. Pero te lo digo a ti: Siento que me fallan las fuerzas, no creo que mi vida llegue hasta Pascua. Tú, hijo y hermano mío carísimo, reza mucho por mí …” El cáncer le rondaba, le habían operado ya una vez en Estados Unidos de América. Pasó Pascua y falleció el 16 de septiembre del 2002.

En otro orden de cosas en ese mismo encuentro se extendió en hablarme de otro tema –entonces- de grande actualidad. “Regreso de América. América está preparando la propaganda psicológica internacional para justificar la guerra en Irak, que se avecina …” En 2003, con la invasión americana de ese país de Oriente Medio, los hechos dieron la razón al clarividente profeta de  captar y entender los signos de los tiempos.

Pero entre tanto me impuso predicar un retiro de cuaresma a todo el personal de pontificio Consejo “Justicia y Paz”. Todos los miembros vinieron a la iglesia de La Scala. Mientras el fraile dirigía la meditación allí estaba el cardenal en primera fila. Se confesó, se confesaron. Para la misa me dijo: ” Yo presido, pero tú predicas”. Ante mi titubeo, añadió: “La homilía de hoy completa el retiro”. Luego comimos todos en un restaurante del Trastevere romano. Hubo algún problema, porque él tenía un régimen muy severo de alimentación. Pero con su sencillez todo se solucionó.

Las últimas semanas de vida las pasó en la clínica romana de Pío XI. Por el curso de la enfermedad o porque le sedaban no mostraba la vivacidad habitual. Pero permaneció siempre un modelo de serenidad, de mansedumbre con sonrisa y bondad, de aceptación. Se mostró íntegro y hombre maduro –traslúcido- hasta el final. Yo me ofrecí a velarle en las noches que hiciera falta y a donarle la sangre para sus transfusiones, porque todavía no había cumplido los 70 años.

 El funeral multitudinario se celebró en la basílica vaticana. El Papa Juan Pablo II valoró en la homilía los méritos de un testigo excepcional de la fe. Yo permanecí sobrecogido con el recuerdo del contacto que tanto bien me ha hecho para la vida.

El santo purpurado me había dicho alguna vez que le gustaría ser enterrado en nuestra iglesia de La Scala. Por lo visto, dijo lo mismo a otras personas. Era voz común en Roma que el sepelio se haría en la iglesia carmelitana del Trastevere. Dependiendo ésta de los bienes culturales de la república italiana, yo había tomado contacto con el encargado señor Stefanelli. Dio su autorización de principio, pero había que observar las indicaciones que nos comunicaría la oficina estatal competente. Nos avenimos a escoger el lugar concreto en el suelo de mármol de la iglesia. Entre tanto intervino algún familiar con algún interés económico. Al fin,  el santo cardenal vietnamita espera –de momento- la resurrección de los muertos en el cementerio del Agro Verano.

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