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Crónicas Misioneras

Madagascar -Recorrido carmelitano MORONDAVA MADAGASCAR. (4ª Parte)

Así se llama esta ciudad de 60/70.000 habitantes, capital de una vasta provincia poco desarrollada, en la costa occidental. A 720 km. de la capital, es zona de vegetación tropical muy exuberante. Su gran atracción turística es imagen única- ese espléndido espectáculo de árboles baobab –muchos, ¿cuántos son?- en forma de botellas gigantescas con sus troncos seculares de varios metros de circunferencia.

Fuera de la pequeña ciudad, el paisaje general es de mar con sus playas, con sus meandros, con su tierra arenosa, con su naturaleza de sabana en un abandono espontáneo. El terreno se presenta llano, sin promontorios, sin colinas ni montañas. No parece que el campo sea especialmente agrícola. Todavía hay menos signo de cualquier atisbo industrial.

En Madagascar es la diócesis carmelitana por excelencia. Carmelita, en primer lugar, es el joven obispo Mons. Fabien Raharilamboniaina. Se le considera estrella emergente en el episcopado, de cuya Conferencia es ya vicepresidente. Le admiran y le agradecen por tantas iniciativas de primera evangelización en las vastas zonas de poblados animistas. Ha creado una universidad. A extensas regiones de manifiesto subdesarrollo en la campaña ha hecho llegar la presencia de la Iglesia que con valentía y organización se esfuerza en ese primer anuncio del Evangelio. El obispo ha invitado a varias Congregaciones Religiosas, que en cuatro años han pasado de 9 a 34. Les ha encomendado la inserción en los boscajes. Allí atienden a la infancia abandonada y van creando centros de salud para poblados aislados y poco comunicados.

Son las dos iniciativas mejores para la regeneración de la zona, para la evangelización integral, partiendo –sobre todo- de la infancia más escolarizada.

También en el campo surgió el año pasado el benjamín de los Carmelos de Madagascar, el sexto. Fue un homenaje a Santa Teresa de Jesús en el V Centenario de su nacimiento ¿Habrá otro Carmelo más aislado y solitario en el mundo, sin casas ni poblados a su alrededor? Hombre de poca fe, me asalta el pensamiento de si las Monjas tendrán suficiente asistencia espiritual en esta soledad y en este aislamiento. Pero, al fin, me prevalece la convicción de que también este monasterio, como el de San José de Ávila en vida de Santa Teresa, será «una estrella que diese de sí gran resplandor». El Carmelo aquí es una promesa y –me atrevo a pensar– una garantía en esta una zona –lo repito- de primera evangelización. El Concilio Vaticano II nos exhorta a que la vida contemplativa esté presente desde el primer momento de la implantación de la Iglesia (Decreto Ad Gentes, n. 18).

Ocho aguerridas Carmelitas Descalzas desafían esta soledad. A falta de asfalto en el último tramo se llega a su casa por un camino de barro batido.

El monasterio, abierto y aireado como conviene en el trópico, fue inaugurado sin que estuviera terminado. Está la capilla acogedora. Falta todavía un ingreso que garantice mejor la clausura. Pero lo importante es la vida, y ésta con intensidad está asegurada. Por supuesto, tampoco falta juventud en esta comunidad: una novicia, dos postulantes, dos o tres aspirantes de ingreso próximo. En poco tiempo las Monjas han transformado su concesión de arbolado salvaje en vergel florido, en un nuevo bosque de manglares, de eucaliptus, de palmerales. Desafiando a la brousse han organizado un gran coto de cultivo. Trabajarían más la tierra si el problema del agua estuviera resuelto. Han creado una granja doméstica de vacas, de cabras y de gallinas. Los patos volaron en manos de los ladrones nocturnos. No tienen tendido eléctrico.

Hay que conformarse con la precaria iluminación de unos modestos paneles solares. El monasterio está organizado para atender con esmero a una hospedería en un bloque externo. La frecuentan, sobre todo, las fuerzas vivas de la diócesis que quieran rehacer las energías apostólicas en la soledad, en el silencio de una naturaleza espesa y sin contaminación. Les sirve de marco el arrullo de la liturgia conventual. El obispo carmelita se encarga de traer frecuentemente aquí a gru-

pos escolares y a grupos parroquianos, a miembros de movimientos eclesiales. Anecdóticamente, me sorprendió la reacción de espíritu franciscano de una Carmelita. Ella vio antes que yo la serpiente que se acercaba a mis pies en el jardín. Me sobresalté cuando me apercibí, y comencé a armarme para acabar con ella. Pero la buena monja se adelantó para que el reptil se escondiera en los agujeros de la hierba.

- Hermana, ¿qué ha hecho con el bicho?

- Padre: También las serpientes son criaturas de

Dios...

¡Aprende, Dámaso! Se ve que no tenemos la misma relación con la naturaleza. Malicioso que soy, pensé: Si llega a picarme en los pies, ¿de quién habría sido el veneno?

En la diócesis y en este ambiente bastante abandonado a su suerte lleva también en funcionamiento una comunidad de frailes Carmelitas con un convento a medio hacer. Tienen la encomienda de dos extensas parroquias misionales. Tanto la zona de las monjas como la de los frailes están censadas como de bandidaje frecuente. Por las descripciones de la gente interpreto que puede ser un caso sociológico parecido al de los gitanos entre nosotros. O es el fruto de la supina desocupación laboral. Puede ser también ausencia, deserción del estado en una presencia suya necesaria. Nuestros frailes primero oyeron hablar de casos ajenos. Pero la triste experiencia de asaltos a domicilio se repitió por ocho veces en poco tiempo en su propia casa. Y una vez fueron víctimas de un incidente más serio que a punto estuvo de acabar en tragedia.

En una noche plácida, de improviso, se vieron asaltados por nueve hombres armados. Rompiendo cerraduras y seguridades, penetraron en sus aposentos maltratando a un religioso. Con violencia que no admitía oposición se apropiaron de cuanto de válido o provechoso encontraron en el convento-parroquia.

No es sólo el maltrato violento, con peligro real de la vida. Queda también la psicosis de si se repetirá la violencia intimidatoria en esta soledad, sin más solución que la de tener que dejar actuar a los atacantes para librarse de peligros mayores. Pero sin conformarse con lamentaciones, la Iglesia local ha organizado una regeneración del ambiente. Ha comenzado por ofrecer empleo remunerado a varios hombres en casas curales y en conventos, ha escolarizado a los niños que vegetaban por los campos. Monjas y frailes han logrado relacionarse amistosamente ya con esta población temida. Los frutos son notorios. Algunos antiguos «bandidos» son hoy catequistas comprometidos a tiempo completo.

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